En aquellos días de enero, aunque Igaul y Yoatí vivían muy lejos y solo se veían tres o cuatro veces al mes, sus corazones estaban lazados por el pasional amor, tan ingenuo y curioso de los adolescentes, al descubrir con timidez los vergonzosos acercamientos del amor en el sofá de la abuela o como exploradores hirviendo de adrenalina y con miedo a escondidas en la cocina pasaban de los besos inocentes, mientras alguien miraba televisión en la habitación contigua.